Un buen hombre es difícil de encontrar

Un buen hombre es difícil de encontrar

La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a unos conocidos en el este de Tennessee. Pero nadie le hacía caso. Su hijo Bailey y la familia de Bailey iban a ir a Florida de vacaciones. La abuela vivía con ellos en Atlanta.

—Mira esto, Bailey —dijo la abuela al día siguiente por la mañana—. Mira esta noticia del periódico. Hay un criminal suelto que va hacia Florida. Se hace llamar El Desadaptado. Dicen que es peligroso. Yo no podría llevar a mis nietos en una dirección donde hay un criminal así. Mi conciencia no me lo permitiría.

Bailey no levantó la cabeza del periódico deportivo que estaba leyendo.

—El Desadaptado ha escapado de la prisión federal —siguió diciendo la abuela—. Lee lo que dice aquí. Puede hacer cualquier cosa. Si vais en esa dirección, yo no voy. No puedo arriesgarme.

La mujer de Bailey, que se sentaba en la mesa con el bebé, dijo:

—Podríamos quedarnos en casa por una vez si eso te hace más feliz.

—Ella se quedaría en casa todos los días —dijo June Star, la niña de ocho años.

—Claro que sí —dijo la abuela—. Y si ella es tan educada, ¿por qué no te quedas tú?

—¿Por qué no te quedas tú en casa? —dijo June Star.

—Todos vamos a Florida —dijo Bailey con voz cansada—. Y no quiero oír más sobre esto.

A la mañana siguiente, la abuela fue la primera en subirse al coche. Quería sentarse en el asiento de atrás con los dos nietos. Bailey y su mujer se sentaron delante con el bebé. Salieron de Atlanta a las ocho y media.

La abuela llevaba puesto un traje de marinero azul con violetas blancas en la blusa. Llevaba también un sombrero de paja con flores de tela. Si tenían un accidente en la carretera, cualquiera que viera su cadáver sabría inmediatamente que era una señora. Llevaba el bolso grande en su regazo. Dentro del bolso, escondido en el fondo, había un gato. El gato se llamaba Pitty Sing. La abuela no quería dejarlo solo en la casa tres días porque podía morirse.

Salieron de la ciudad y fueron hacia el campo. El sol brillaba. La abuela hablaba sin parar. Señalaba cosas interesantes por la ventana: una montaña azul en la distancia, un campo de algodón, la tumba de un soldado. Los niños leían cómics y su madre leía una revista. El bebé dormía.

—En mis tiempos —dijo la abuela—, los niños eran más respetuosos con sus padres. La gente era mejor entonces. Nadie te robaba la puerta de casa ni nada.

—¿Por qué no te quedas en casa? —preguntó John Wesley, el niño de diez años.

—En mis tiempos —siguió la abuela sin hacerle caso—, un buen hombre era fácil de encontrar. No como ahora.

Pararon en una barbacoa que se llamaba La Torre. Era un edificio de madera al lado de la carretera. El dueño se llamaba Red Sammy. Había anuncios por toda la zona que decían: PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY. RED SAMMY EL GORDO. EL HOMBRE DE LA RISA FELIZ.

Red Sammy estaba tumbado en una tumbona fuera del local. Su mujer servía dentro. Era una mujer alta y morena que parecía triste.

—Buenos días —dijo Red Sammy cuando entraron—. ¿Qué tal el viaje?

—Bien hasta ahora —dijo Bailey.

Se sentaron todos en una mesa grande de madera. Red Sammy vino a hablar con ellos mientras comían.

—¿No es un mundo terrible? —dijo—. Ya no puedes confiar en nadie. ¿Y sabéis por qué digo eso?

—Ni idea —dijo Bailey.

—Hace dos semanas —siguió Red Sammy—, vinieron dos tipos aquí a comer. Conducían un Chrysler viejo. Les serví comida de fiar y me dijeron que me pagarían cuando volvieran de Florida. ¿Pensáis que me pagaron?

—No lo sé —dijo Bailey.

—Pues no volvieron —dijo Red Sammy—. Ya no puedes confiar en nadie. Es la verdad.

—La gente ya no es como antes —dijo la abuela—. Es difícil encontrar a un buen hombre hoy en día. A alguien de verdad bueno.

—Eso mismo —dijo Red Sammy—. Todo el mundo sospecha de todo el mundo. Ya nadie se puede fiar de nadie.

Siguieron hablando de lo mal que estaba el mundo. La mujer de Red Sammy les sirvió más té. No parecía contenta de escuchar todo eso. Tenía cara de cansada.

Después de comer volvieron al coche. La abuela se puso cómoda en el asiento de atrás. Los niños empezaron a pelearse. Bailey conducía rápido por la carretera. Hacía mucho calor. El bebé dormía otra vez.

—Oye —dijo la abuela de repente—. ¿No había por aquí una casa antigua con una plantación? Una casa muy bonita con columnas blancas.

—No lo sé —dijo Bailey sin interés.

—Estoy casi segura —siguió la abuela—. La vi una vez cuando era joven. Era una casa preciosa. Tenía seis columnas blancas en la fachada. También tenía un camino secreto. Una escalera secreta que bajaba. Escondían tesoros y plata allí durante la guerra.

—No hay ningún camino secreto —dijo Bailey—. Y no vamos a perder el tiempo buscando casas viejas.

Pero los niños empezaron a gritar.

—¡Queremos ver la casa! ¡Queremos ver el camino secreto!

—Está muy cerca de aquí —dijo la abuela—. Solo hay que girar en ese camino de tierra.

—No vamos a ir a ningún camino de tierra —dijo Bailey.

—No tardaríamos ni veinte minutos —insistió la abuela.

Los niños gritaban cada vez más fuerte. June Star daba patadas al asiento de su padre. John Wesley pegaba golpes en el respaldo.

—Vale, vale —gritó Bailey—. Pero solo un momento. Y luego nos vamos.

Giró en un camino de tierra estrecho. El camino estaba lleno de baches. Subía por una colina entre árboles. Hacía fresco bajo los árboles. Era un camino malo para un coche.

—Esta casa tiene que estar por aquí cerca —dijo la abuela—. Sé que está cerca.

De repente la abuela se acordó de algo horrible. La casa que describía no estaba en Georgia. Estaba en Tennessee. La había visitado de niña en Tennessee, no aquí. Se puso roja de la vergüenza. No quería decir nada.

En ese momento, el gato saltó del bolso. Se había asustado con los gritos de los niños. El gato saltó directamente al cuello de Bailey.

Bailey dio un volantazo. El coche salió del camino. Dio dos vueltas completas y cayó en una zanja. Quedó del revés. Nadie se movió durante un momento.

La abuela salió primero del coche. Tenía una costilla rota pero no lo sabía todavía. Bailey seguía agarrado al volante. Tenía sangre en la cara. Su mujer estaba atrapada en el asiento con el bebé. Los niños gritaban.

—¡Todos estamos heridos! —gritó la abuela—. ¡Bailey está herido!

June Star gritó:

—¡No estamos heridos! ¡Déjanos salir!

Bailey consiguió abrir la puerta. Todos salieron del coche. Estaban en una zanja al lado del camino. Los árboles les rodeaban. No se veía la carretera principal desde allí.

—¿Dónde está ese maldito gato? —preguntó Bailey con la cara llena de sangre.

La abuela no dijo nada. Sabía que la culpa era suya. Se sentó en el suelo y no se movió.

Después de unos minutos, vieron un coche que venía por el camino de tierra. Era un coche negro grande y viejo. Iba muy despacio. Pasó de largo y luego paró. Dio marcha atrás y volvió a donde estaban.

Del coche bajaron tres hombres. Uno era mayor. Llevaba gafas de plata y no tenía camisa. Los otros dos eran más jóvenes. Uno llevaba pantalones rojos. El otro llevaba un sombrero negro.

El hombre mayor se acercó a ellos. Miraba todo con mucho cuidado. No sonreía.

—Hemos tenido un accidente —dijo Bailey—. Necesitamos ayuda.

—¿Están heridos? —preguntó el hombre mayor.

—No mucho —dijo Bailey—. Pero necesitamos ayuda para sacar el coche de la zanja.

El hombre mayor no dijo nada. Se quedó mirando a Bailey. Los otros dos hombres se quedaron cerca del coche negro. Uno tenía las manos en los bolsillos. El otro sostenía algo que parecía una pistola.

La abuela de repente gritó:

—¡Tú eres El Desadaptado! ¡Te reconozco! ¡Vi tu foto en los periódicos!

—Sí, señora —dijo el hombre mayor con calma—. Hubiera sido mejor para todos si no me hubiera reconocido.

Bailey dijo algo pero su voz no salió. El hombre mayor hizo un gesto con la mano. Los dos hombres jóvenes se acercaron.

—Llevad a ese hombre y a su hijo al bosque —dijo El Desadaptado—. Bobby Lee, tú ve con ellos.

—¿Qué hacéis? —gritó Bailey—. ¡Somos buena gente! ¡No tenemos dinero! ¡No os haremos nada!

—Calla —dijo El Desadaptado—. No quiero escuchar tonterías.

Los dos hombres se llevaron a Bailey y a John Wesley hacia el bosque. La mujer de Bailey abrazaba al bebé. No decía nada. June Star se quedó de pie mirando todo.

El Desadaptado se sentó en el suelo cerca de la abuela.

—Hace un día bonito —dijo—. No se ve una nube en el cielo. ¿Verdad que es un día perfecto?

—Sí, es un día bonito —dijo la abuela con voz temblorosa—. Pero escucha, tú no eres mala persona. Veo que eres un buen hombre. No eres una persona normal y corriente.

—No señora —dijo El Desadaptado—. No soy un buen hombre. Pero tampoco soy el peor del mundo. Mi padre decía que yo era diferente a mis hermanos y hermanas. Decía que yo tenía un problema con la autoridad.

—Estoy segura de que tu padre era un buen hombre —dijo la abuela con desesperación.

—El mejor del mundo —dijo El Desadaptado—. Nunca tuve problema con él. Era tan bueno como el sol.

Se oyeron dos disparos en el bosque. La mujer de Bailey gritó. El bebé empezó a llorar.

—Bailey —gritó la mujer de Bailey—. ¡Bailey!

—He estado en la cárcel muchas veces —siguió diciendo El Desadaptado como si no hubiera oído los gritos—. Me metieron por matar a mi padre. Pero yo no lo maté. Él murió de gripe. Lo enterramos. Puedes ir a verlo si quieres.

—Yo sé que no mataste a nadie —dijo la abuela—. Tú eres un buen hombre. Tienes sangre buena. Se nota que vienes de buena familia.

El Desadaptado sonrió un poco.

—Sí señora —dijo—. La mejor de las sangres. Pero hoy en día la sangre buena no sirve para nada. Ya no importa de dónde vengas.

Los otros dos hombres volvieron del bosque. Uno de ellos, Bobby Lee, llevaba la camisa amarilla de Bailey puesta.

—Llevad a esa señora y a la niña y al bebé al bosque —dijo El Desadaptado—. Y a esta señora también. Hiram, tú ve con ellas.

—No quiero ir —gritó June Star—. No quiero ir al bosque.

—Calla —dijo su madre—. Haz lo que te dicen.

Se las llevaron. La abuela se quedó sola con El Desadaptado. Intentaba pensar en algo que decir para salvarse. Se le ocurrió algo.

—¿Rezas alguna vez? —preguntó.

—No señora —contestó El Desadaptado.

—Si rezaras —dijo la abuela—. Dios te ayudaría. Podrías ser feliz. Podrías tener una vida normal.

—No quiero una vida normal —dijo El Desadaptado—. Ya no quiero nada de eso.

—Pero tienes que creer en algo —insistió la abuela.

—Yo creo que no hay placer en esta vida —dijo El Desadaptado—. Solo hay maldad y dolor. Matas a una persona o quemas su casa. Haces alguna maldad y luego te castigan. No hay placer verdadero en nada.

Se oyeron más disparos en el bosque. La abuela empezó a llorar.

—Por favor —dijo—. Tú eres un buen hombre. Sé que lo eres. Puedes ver que eres de buena familia. Reza. Reza por favor.

—No señora —dijo El Desadaptado—. Ya es muy tarde para eso.

La abuela le tocó el hombro. Intentó consolarlo como si fuera un niño.

—Eres uno de mis hijos —dijo—. Eres uno de los míos. Eres un buen hombre.

El Desadaptado dio un salto hacia atrás. Le disparó tres veces en el pecho. La abuela cayó al suelo. Se quedó quieta en la hierba con las piernas cruzadas y la cara sonriente mirando al cielo.

Bobby Lee y Hiram volvieron del bosque.

—Hay que limpiar todo esto —dijo El Desadaptado—. Recoged todo.

—Era una señora habladora —dijo Bobby Lee.

—Sí —dijo El Desadaptado mientras limpiaba sus gafas—. Hubiera sido una buena mujer si alguien le hubiera apuntado con una pistola cada minuto de su vida.

—Qué divertido todo esto —dijo Bobby Lee.

—Calla —dijo El Desadaptado—. No hay nada divertido en esto. No hay placer real en la vida.